La creencia propagada por los estéticos de que la
obra de arte hay que entenderla puramente desde sí misma como objeto de
intuición inmediata, carece de sostén. Su limitación no está solamente en los
presupuestos culturales de una creación, en su “lenguaje”, que solo el iniciado
puede asimilar. Porque incluso cuando no aparecen dificultades en ese orden, la
obra de arte exige algo más que el abandonarse a ella. El que llega a encontrar
bello el “murciélago” tiene que saber lo que es el “murciélago”: tuvo que
haberle explicado su madre que no se trata del animal volador, sino de un
disfraz; tiene que recordar que una vez le dijo: mañana podrás vestirte de
murciélago. Seguir la tradición significaba experimentar la obra artística como
algo aprobado, vigente; participar en ella de las reacciones de todos los que
vieron con anterioridad. Cuando ello se acaba, la obra aparece en toda su
desnudez con sus imperfecciones. Al acto pasa del ritual a la idiotez, y la
música de constituir un canon de evoluciones con sentido a volverse rancia e
insípida. Entonces ya no es tan bella.
Theodor Adorno, Minima moralia (1951) Taurus, Madrid, 1998