miércoles, 11 de junio de 2008

Ahora si, Jerry González con nosotros... (Parte I)


Ahora si, la primera parte de esta entrevista hecha a Jerry González por Michel Rolland para la revista Cuadernos de Jazz (Nº 64/junio 2001).


Jerry González va siempre cargado de música. Adonde quiera que vaya, dos bolsas van con él. Una grande, negra, rectangu­lar, protege adecuadamente su trompeta y el fiscorno, listos para saltar del reposo y fusilar goce y vida en metal brillante. La otra bolsa, pequeña, de piel marrón claro, lleva su otra existencia. Es su pasaporte de vida sin horarios ni límites, den­tro y fuera de un mundo que solamente él dirige. Un espacio que despierta en la noche y que lleva banda sonora propia: la de las decenas de casetes que Jerry agarra a puñados antes de cada viaje. "Tengo cientos en casa", me explica, "algunas pue­den tener más de veinte años. La gente me las manda por co­rreo, me las regala, constantemente. Ha sido así siempre con todo. La gente viene a mí y me enseña lo que tiene: música o lo que sea".
Jerry González vino a Madrid con su banda, Fort Apache, a recorrer varias ciudades de la península y, aprovechando el ti­rón de la película Calle 54, dar a conocer su música que era desconocida para la gran mayoría de los espectadores que acu­dieron a los cines. Jerry vino además a descubrir que se había convertido en una de las estrellas del documental. Cada día, en la calle, la gente le paraba para pedirle autógrafos. El caso es que la banda y los conciertos terminaron (otoño de 2000), y Jerry decidió quedarse en Madrid. "Pá gosadlo..", dice él, "Madrid no es tan diferente de Nueva York". Por si fuera po­co, se acababa de encontrar con un pariente: un primo, que no es otro que el saxofonista Bobby Martínez... Precisamente, gracias a la hospitalidad de Bobby, pudimos reunimos una ve­lada en torno a aquellas cosas que a los latinos les gusta hacer por encima de todo: beber, comer y hablar. En cierto modo Jerry González es un saco sin fondo, como la bolsa de sus cintas. Una vez que empieza, ni su verbo, ni su vi­talidad, ni sus referentes musicales parecen agotarse. En poco más de dos horas de vino y casetes, en las que Jerry solamen­te rellenaba su vaso de refresco light, la selección que a modo de disc-jockey iba ofreciéndonos era, desde luego, imprevisi­ble. Tras sacar una grabación casera de su padre leyendo un poema ciertamente anarquista llamado Cagaderos, en el que las rimas fecales no ignoraban ni al Vaticano ni a Fidel Castro, Jerry nos sorprendió con una grabación privada de Fort Apache en un reciente concierto en Austria (y mientras escu­chábamos, Jerry no se cansaba de alabar el poder del saxofo­nista Joe Ford); después, sin aviso alguno, una nueva cinta en­tra en el aparato reproductor y lo que sale por los altavoces es la inconfundible voz rasgada de Miles Davis: se trata de la en­trevista realizada por Ben Sidran para su programa radiofóni­co, que fue a su vez recogida en el libro Talking Jazz. Todos escuchamos a Miles, y Jerry se devora sus palabras, sin dejar de sonreír y llamando la atención sobre los pasajes favoritos. Cuando Miles habla sobre cómo tocar con una caja de ritmos, Jerry le responde desde su silla: "¡Qué coño! Yo no puedo to­car con una caja de ritmos... ". Tras la de Miles, otra cásete sa­le de la bolsa (empiezo a sentirme atrapado en una especie de cinta de Moebio, repleto a cada paso como si de un blindfold test se tratara). Esta vez nos hemos ido a las esencias: guaguancó. Jerry golpea la mano contra la rodilla y, ayudado por un mechero, se acompaña dando golpes en la mesa; sale en la conversación el nombre de Kenny Kirkland y surge otra cáse­te a propósito: una grabación inédita de Fort Apache con Kirkland. "Si yo no hubiera estado en Puerto Rico, él estaría vivo ahora", advierte González, "era increíble, y Sting me lo quitó para llevarlo de gira con él. Si no, habría estado en la banda...". Y así, de cinta en cinta, la velada puede continuar hasta el infinito: la música vive y se nutre de este músico.
- De todas esas cintas que lleva a cuestas, ¿qué música es su fa­vorita, o de referencia?
- Si hablamos de la conga, los Muñequitos de Matanzas son mis favoritos. Después, Afrocuba, Los Papines, Batato, Armando Peraza, Francisco Aguabella... Ellos son los más im­portantes. Pero cuando toco la timba, lo que escucho son los Muñequitos... El grupo tiene un tumbador, un tres golpes y el quinto: cuando yo toco, estoy tratando de hacer todas las par­tes, yo solo, y de esa forma acercarme lo más posible a la tim­ba de los Muñequitos de Matanzas.
En el grupo somos cinco ahora mismo: mi hermano (Andy González) en el bajo, Larry Willis en el piano, Joe Ford en el saxo, Steve Berrios y yo. Steve es bien importante: él es sante­ro, metido en la yorubaj y él sabe todo lo que es el Bata, y lo utiliza en la batería. Conoce mucho del jazz, andaba con Philly Joe Jones, Art Blakey, Max Roach. Conoce los dos mundos muy bien. Y además toca la trompeta, así que en el grupo te­nemos dos timberos que tocan la trompeta. Tenemos una tele­patía bien, bien fina. Cuando tocamos juntos, sonamos como un grupo más grande. Y llevamos años tocando.
- ¿Y cuál fue el origen de Fort Apache?
- Bueno, siempre estoy escuchando a otros músicos, otros dis­cos de la historia del jazz, del mundo latino. Por mis gustos, puedo ver inmediatamente lo que el otro tiene en potencia. Cuando lo escucho tocar ya sé lo que es posible: tengo ese sa­ber de poder adivinar quién puede y quién no puede.Durante muchos años, en mi casa, en casa de mis viejos en el Bronx (Nueva York), Andy y yo vivíamos juntos en el sótano y mis padres vivían en el piso de arriba. Así no había moles­tias por la cantidad de gente entrando y saliendo, ¡siempre te­nía descarga en la casa! Ahí paraban Chocolate, Batato, Virgilio Martín, y nuestro grupo folclórico neoyorquino em­pezó en mi casa, como resultado de los encuentros que teníamos, estudiando el guaguancó y el jazz a la vez, tratando de mezclar diferentes cosas. Después había un lugar que se llamaba The Nurican Village, que era un club de jazz que estaba cerrado desde hacía muchos años; yo conocía a unos tipos que estaban metidos en activi­dades sociales para la comunidad y estaban buscando un edi­ficio, un centro en el que artistas de cada disciplina (poetas, cantantes, bailarines, músicos, escultores...) pudieran reunirse e intercambiar ideas. Un centro para los artistas latinos, para encontrarse y conocerse. Tocábamos dos veces a la semana, y eso duró cuatro o cinco años. Yo siempre llamaba a diferentes músicos para que viniesen a tocar, a poner diferentes cosas juntos y ver cómo caían. Y de esos encuentros en casa, en el Nurican Village y en otro sitio que se llamaba Sound Scape, que era un loft grande en la calle 52 con la 10, donde tocamos todos los martes durante dos años... por allí iban Mick Jagger, Chick Corea, to­da esa gente, para ver qué era lo que estaba pa­sando. Era una jam ses-sion importante. Y de en­tre toda esa gente que pa­saba, yo sabía quién po­día meterse en la idea que yo tenía: Ignacio Berroa, Paquito D'Rivera, Arturo Sandoval, el primer sitio donde tocaron cuando vinieron de Cuba fue allí, con nosotros.
- ¿Qué sonido le rondaba por la cabeza cuando pen­só hacer un grupo como The Fort Apache Band?

Cuando uno escucha a los Muñequitos de Matanzas y puede escu­char a Coltrane por enci­ma..., bueno ¡pues yo an­do con éso en la cabeza siempre! ¡Cono!, Coltrane podía tocar con losMuñequitos, perfecta­mente. Lo que él quería hacer, si hubiera conocido a los Muñequitos, habría sido un intercambio. Él hizo cosas con africanos, mezclando ritmos africanos, con Pharoah Sanders, y estaba experimentando con una base de ritmos que tenía más perspectiva y que le daba más libertad para moverse...




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